sábado, 7 de noviembre de 2015

Palabras y cenizas

El babalao nos relata una leyenda, la historia de aquél que trae el fuego. En círculo, alrededor de las llamas, el resto de la tribu canta y baila interpretando la historia de aquel que camina entre los árboles. El viento hace que el pelaje que lo cubre se levante mostrando su oscura piel, las ramas intentan arrancarle su abrigo, pero se aferra éste, su única esperanza en lo alto de la montaña. Él mantiene el balance a pesar de la pendiente, que a medida que prosigue, se prolonga. La dificultad no para su marcha, al contrario, alimenta su ilusión de llegar a la meta. No puede detenerse, eso significaría la muerte, muchos otros han perecido antes en este camino.
Llega al punto donde los árboles se abren al blanco vacío de la cima, allí donde termina el denso follaje para dar paso a la vastedad de la nieve. Respira, inhala con sus pulmones el vigor del frío. La cumbre de la montaña no se encuentra en su campo visible, la neblina perpetua, junto con la ventisca de la altura no le permite ver si siquiera sus manos. Él hace un salto de fé.
Suelta su abrigo, lo deja en la nieve, al lado de los últimos árboles. Corre. Su piel está desnuda casi por completo, exceptuando unos retazos de cuero que le cubren por debajo de la cintura, no hay nada más que lo proteja de la intemperie. La oscuridad de su dermis se torna morada. Su paso es acelerado, debe producir la mayor cantidad de calor posible antes de que el frío le corte los músculos y haga imposible el movimiento de sus articulaciones. Corre.
Es ligero, la nieve bajo sus pies se impregna de sus huellas durante unos segundos antes de que una nueva capa la vuelva a cubrir. Él atraviesa la neblina para llegar a las nubes, el agua le escurre por el cuerpo cuando llega a una pequeña saliente cercana a la cima. En este punto la misma geografía de la montaña lo protege de la ventisca. El terreno es estable. No pierde el tiempo y se apoya en una de las paredes de la ladera. Identifica el sitio por las marcas rojas deslavadas en la roca, círculos, garras y rayones denotan el lugar. Señales de aquellos que consiguieron llegar antes que él, muchos que nunca regresaron, extinguiendo el fuego.
Examina las marcas, dentro de su mente recorre los rostros de aquellos que conoció e intenta imaginarse a aquellos de los que sólo ha escuchado historias. Sigue los trazos de la pared para llegar a un pequeño orificio del tamaño de su antebrazo, dentro de éste, oculto, bajo cuero y paja, descansa la madera. Se ata a la cintura algunas varas para continuar con su trabajo. El frío merma de este lado de la pendiente, aun así tiene poco tiempo, gastarlo podría resultar en el fracaso. Escarba la nieve que cubre la base de la pared, hasta llegar a un nido de cenizas casi fosilizado por el hielo, allí deposita la madera junto con un poco de paja.
 Del cuero de su taparrabo saca un cristal del tamaño de su puño, un círculo de esquinas burdas y opacas que por el centro se va aclarando para dar paso a la luz. Espera la salida del sol. Durante los últimos instantes de su tarea se petrifica, se vuelve uno en la nieve, perdido como una roca más en la nada espectral del abismo blanco. Lo único que lo mantiene despierto es la promesa de que pronto terminará su tarea. Sus ojos se cierran a pesar de la fuerza que intenta ejercer sobre ellos, poco a poco pierde la conciencia. Entra en trance.
Ahora, aquellos que bailan alrededor de la fogata paran en seco, se mantienen petrificados imitando la muerte.
Las primeras luces acarician las montañas, abriendo las nubes que estorban a su paso, iluminan el valle, mostrando la suprema altura a la que se encuentra y, con su calor, lo despiertan del sopor regresándolo a la vida. El fuego no se hace esperar, emerge de la paja encendida por la proyección del cristal. La hoguera despierta sus músculos, logrando que abandone el trance de su existencia prometeica. Desde su posición él observa como los rayos del sol se postran en las paredes para descender hasta las cenizas y luego continuar su camino hacia el valle. No pasa más de un instante para que el sol vuelva a ocultarse detrás de las nubes. Un nuevo cielo, más calmado, se dibuja frente a él. El hombre alimenta las llamas con su respiración. Espera que se hayan asentado para poder llevarlas consigo, de regreso a su tribu.
Los bailarines se avivan, el tambor regresa continua con su ritmo.
El descenso resulta más relajado, la complacencia de un trabajo concluido nutre su fuerza, pero el hombre no descansa, se mantiene alerta, cuidando el nuevo fuego. Vuelve al bosque junto con la protección de su abrigo, todo parece repetirse de una forma inversa, con excepción del hombre, que ahora, iluminado, baja silbando ya sin la carga de la misión. Contempla cómo el follaje se libra del manto helado. Pareciera que trae consigo la primavera.
La nieve se vuelve pasto, verde en un principio, alimentado por los riachuelos que emergen de las montañas. Su camino continúa hasta que el bosque vuelve a quedar atrás para abrir paso a la sabana.  
***
Los pastizales no son un lugar seguro, desde hace mucho que nadie abandona el campamento por el miedo a aquello que habita entre los altos pastos. Sombras disfrazadas de hombres. Máscaras que cubren el rostro de los muertos, cortezas de árboles caídos que han sido decoradas con sangre, cal y barro anaranjado. Sombras que se arrastran en silencio, ciegas y mudas, que localizan a su presa por medio de los latidos del corazón, según dicen los viejos.
Las sombras llevan consigo los lamentos de la guerra, cantos olvidados por las épocas. Devoran a aquellos que se pierden en el mar desértico. Los animales hace mucho que se han ido, sólo restan esas criaturas sombrías que caminan sobre varas, desnudas y con la piel calcinada por el sol, transitando en busca de posibles víctimas.
***
Su llegada es solemne, toda la tribu espera por él. En el centro de la aldea reposa la base de una gran fogata, él  lanza el nuevo fuego para encenderla completa el ritual al entregar su trabajo a los dioses. Después de que el éxtasis del trance le perteneciera únicamente a él, se expande por la aldea. Todos observan las llamas, sus rostros se forman por la luz, infundados de esperanza.
La revelación de una vida futura despierta en ellos con el mito del fuego. La idea de lo lejano, de aquello que no es, de aquello que no conocen pero está presente. Varios vuelven a sus chozas para extraer del interior antorchas y otros fuegos, pequeñas luces se reparten alrededor de la más grande. El humo se extiende sobre el cielo.
A lo lejos se escuchan trompetas y tambores, flautas y cascabeles, una procesión se aproxima a la aldea. Telas de colores cubren rostros extraños, que llegan con alimento y riquezas, piedras preciosas y regalos de distintos olores. Hombres barbones de turbante se mezclan entre los locales saludando, el evento procede de la forma más común, abrazos e intercambios de historias rodean las llamas.
Uno de los barbones, aquel con el tocado de mayor cantidad de colores y cascabeles, se postra enfrente del fuego y toma del brazo al hombre que viajó a la montaña, lo alza, para que todos lo reconozcan. Una vez que los gritos de alabanza y triunfo se han terminado, el barbón marca con su sable al hombre, le deja una cortada en el pecho desde la cual, brota la sangre dorando la piel negra iluminada por las llamas. El héroe acepta con dignidad su destino, y se ofrece a las mismas llamas que él inició.
Ahora la noche se nutre de sus cenizas, el olor a carne alimenta la atmosfera de baile y celebración. A lo lejos, sobre los pastizales se alcanzan a ver otras luces lejanas, allí, en medio del desierto, toda fogata sirve de referencia para no perder el camino. Los cantos duran hasta el amanecer, momento en que los barbones deben volver a partir, dejando detrás de sí las riquezas de sus viajes.

Algunos niños salen de la aldea para despedir a la procesión, vuelven pronto, aterrados de las sombras de la sabana.  

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