sábado, 7 de noviembre de 2015

Haruka hija de Sara

Calle abajo el sol rebota contra el concreto y golpea su rostro. La luz obliga a Hakura a levantar su mirada, con la vista alcanza a distinguir la casa de su madre, cercana a la cima de la colina. Al final del pasillo residencial 38B la espera su antiguo hogar. Le gusta imaginar que sus pies están pegados al concreto, pero no es así, tarde o temprano tendrá que subir la colina para volver a casa. Las costumbres olvidadas son difíciles de recuperar, se dice a sí misma intentando traer de sus recuerdos el entorno que la rodea. Lo que aparenta ser nuevo a sus sentidos, le parece viejo a su memoria. En incontables ocasiones su madre la acompañó de la mano colina abajo para depositarla en el camión escolar con el resto de los niños. El recuerdo es ajeno a ella, le es más fácil imaginar que pertenece a alguna película vieja. La tarea de vincular memorias con objetos le es casi imposible. 
Desde que se separó de la plataforma metálica del autobús azul y llegó a la esquina dudó de actuar. Ahora, absorbe el ambiente por medio de su piel, el calor y el viento hacen el intento de mantenerla en esta realidad, pero ella, distraída, divaga. La imagen de los tejados kawara desgastados por las caricias del viento salubre se impone sobre ella. Los edificios que han visto cientos de atardeceres soleados y tormentas inmisericordes la reciben, inmutables ante su regreso. Dentro de Hakura reina la desconfianza de lo conocido en otra vida.
Se sintió desvanecer cuando la escuchó.
La campanilla de la bicicleta de su madre es lo primero que se permite reconocer como parte de su vida anterior desde que volvió a Japón; los colores metálicos, la cadena, el óxido, la grasa, todo es nuevo excepto por el sonido. El timbre se conservó en su tonalidad, por lo menos, su mente la obliga a imaginarlo así, a pretender que parte de ella se mantuvo en ese lugar durante todo este tiempo y no volvía a entrar en su vida, al contrario, nunca la abandonó.
El señor Itsuki aparece en el portal de su casa con la bicicleta de la madre de Hakura en las manos. Su túnica amarilla resiste al viento, enfrentándolo con lazos y botones de bosen rojo, protegiendo al delicado viejo que avanzaba con lentitud aproximándose a Hakura con una sonrisa Un paso y después otro, para él era tan simple avanzar a pesar de su edad. Claro que él no tenía opción, las decisiones que tomó durante su vida lo habían guiado hasta ese preciso momento. El instante mismo en que le entregaba la bicicleta de la que otrora fue su amante a la que nunca fue su hija. Idéntica a su madre, pensó.
Idéntica a su madre. La primera frase de cualquiera de sus vecinos, que cualquiera de las amigas de su madre, y que cualquiera que alguna vez las vio juntas pronunciaba enjuiciando el rol de cada una. Hakura inició su camino.  
Dos melocotones rosas rodaron colina abajo pasando al lado de su bicicleta, desde la cima de la colina era común que los frutos cayeran sin que nada obstruyera su paso hasta la base de la colina. La chica recorrió la mitad del camino con la bicicleta a cuestas, a pesar de la invitación del señor  Itsuki ella no tenía ánimo de hablar acerca de los arreglos mortuorios. No por ahora. El sol a su espalda la adormecía. El sudor descendía por su frente pegando cabellos a su cara para refrescarse con la sal del viento. Sentía el algodón de su camisa y de su falda impregnarse a su piel por la humedad del ambiente y de su cuerpo. Cada paso que daba colina arriba era acompañado por el sonido de la cadena avanzando. Era pueril intentar usar la bicicleta para subir el resto del camino. Desde su posición podía imaginarse a su madre descendiendo a toda velocidad. Ligera, flotando sobre el pavimento con elegancia. El sol la hacía delirar, aun así Hakura no era capaz de imaginar a su madre ascendiendo por la colina, sólo descendiendo.
Sentía odio por el gris pálido con detalles blancos de las nuevas casas del pasillo residencial. El sol marino subía la costa, atravesaba la bahía y se elevaba hasta las colinas, para ser repelido por las casas y chocar contra las copas de los árboles, generando sombras y espectros que recorrían la tarde con las horas mientras ella subía por la colina. Hakura absorbió el aire seco, sintiendo con los labios el polvo y la tierra. El viento marino cesaba, había llegado a un clima templado donde los árboles que crecían en la cima de la colina hacían del sol un enemigo distante al filtrar su luz. 
Cansada. Ya tan cerca de la cima, la pendiente se volvía imperceptible, lo que antes aparecía iluminado por las caricias del sol marítimo se hundía en un oscuro bosque. La humedad de las plantas rodeaba los brotes de luz que atravesaban el firmamento tropical. Orquestadas por los astros, flora y fauna eran coordinadas por medio de las vibraciones cual campanillas de viento. Su oído se agudizó cuando entró al sopor húmedo, la tierra seguía fresca, recién nutrida por el cuerpo de su madre.  Poco faltaba para llegar a la verja de su casa. Se detuvo para respirar, admirando a los residentes que habitaban en la base, y ahora existían lejanos a ella.
El señor Itsuki se encargó de todos los arreglos del entierro, el aroma de la tierra removida perduraba en el aire. Tendría que pagarle el favor pronto, quizás sólo bastara con una taza de té y una plática para acompañar al viejo. Él fue quien encontró a su madre, buscó ayuda y por último contactó a Hakura. La ceremonia fue algo sobrio, solemne y solitario.
Idéntica a su madre. La frase volvió a aparecer en su cabeza. Ya no imaginaba a la voz del señor Itsuki diciéndolo, ahora ella se lo confirmaba a sí misma. Pagar favores con té, buscar a los vecinos, crecer en un rincón de la tierra, oculta bajo los árboles, tan adentro de ellos que te vuelves parte del color de sus hojas. Hakura también algún día alimentaría a la tierra. Aunque, por ahora, su futuro cercano sólo serían los viajes en bicicleta.  Oriundo, propio de sí, así fue el sonido de la verja que cerró detrás de la llanta de la bicicleta de su madre. Se sintió abrazada por la casa.

 Hakura recargó la bici al lado de la puerta y buscó en su mochila, sacó una bolsa de tela no más grande que su mano, en su interior reposaban las llaves y una carta firmada únicamente con la palabra “mamá”, después introdujo la llave dentro de la cerradura y ésta giró.  Todo lo que estaba dentro de la casa le pertenecía, así como ella ahora pertenecía a ese lugar.  

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