martes, 29 de abril de 2014

Plaga


Aún recuerdo la primera vez que vi a alguien transformarse en planta. Mi abuela se convirtió en algodón. Su bombín blanco fue tomando la forma de una borla y su esbelto cuerpo se volvió un tallo. Eventos de esa naturaleza son difíciles de olvidar. Una desgracia y una bendición son estos recuerdos.
El rancho de mi familia ha sido testigo de nuestra historia. El frío del año nuevo nos siguió desde la capital, aunque no se puede decir que Izcalli se encuentre muy lejos del plano agrario. Llegamos a un sitio escondido entre el vasto campo, los pastores de ovejas y los pequeños matorrales de Guadalajara: la antigua Hacienda de Santa Cecilia.
No tuve opción. Terminando algunos cursos prácticos de agricultura, por mi parte; y algunos otros de veterinaria, por parte de mi esposa, no teníamos cabida en ningún otro lugar. Sólo nos pudimos acoger en mi herencia: el rancho de mi abuela.
Decir hacienda, incluso rancho, es exagerar las cosas cuando uno se refiere a dos parcelas de unos cuantos metros cuadrados. Donde las únicas construcciones son: dos cuartos de cemento; una letrina, que ayudó a financiar el gobierno, y una pileta en desuso. Pero ello junto con un perro, gallos y el marrano, nos eran suficiente para vivir.  Yo no me sentía preocupado por dejar mi vida de ciudad.
En el momento no lo notamos;  la tierra era fértil, nuestras manos jóvenes y nuestro espíritu recio, sobre todo, ante el clima. Sin embargo había algo más en ese lugar, el cielo lo indicaba. Se podía ver las nubes durante horas y sentir que tan sólo había pasado un segundo; ese tipo de pensamientos que se te suben a la espalda y te recorren la columna.  El paso del tiempo extinguió la risa y las palabras se fueron convirtiendo en un ligero silbido del viento. Nuestros corazones se volvieron callados. Dos cadáveres labrando la tierra remplazaron a lo que antes había sido una pareja en su apogeo.
No había muchos habitantes. Los más cercanos a la hacienda vivían un poco después de donde el ojo alcanza a ver. Era fácil distinguir esto. Nos encontrábamos en un valle donde hasta los montes se ven lejanos como las nubes.
La tierra se había vuelto el sentido de la vida: el arroz creció al primer año. Los retoños de los rábanos eran pequeñas esferas revestidas de rojo blanquecino. Las habas fueron gotas de rocío, que deslizándose de los tallos, se dejaron atrapar por nosotros. Los hijos de los cafetos salpicaron mi campo, y la papaya se dejó brotar subiendo al cielo para caer a nuestras manos. Todo surgió de la tierra, de la misma manera que mi esposa me otorgó dos hijos tan secos como la yesca.
El tiempo nos abandonó allí. Las estaciones eran lo único en movimiento. Todo estaba en servicio de la cosecha: la siembra daba sus frutos, el ganado daba sus crías, los hombres daban su vida al campo y las mujeres desgarraban la suya en ellos. Nada parece ficticio cuando uno vive en el sopor.
Mi esposa se volvió otra hortaliza que había que cultivar. Sus crías aprendieron poco a poco el oficio. Araban el campo, destrozaban yerbas y devoraban todos los frutos. Parecería prospero, mas todo lo que nos daba la tierra era consumido por mi familia. Dejamos de cosechar el campo: él nos cosechaba a nosotros.
Las tormentas de verano anidaron al valle y nos dispusieron al sueño. Mi esposa se fue marchitando como las rosas en otoño e iba dejando el rastro por el rancho como pétalos caídos. La hortaliza ya no era recogida, los animales se ahogaron, las lluvias deslavaron la tierra en vez de nutrirla. Todo era arrancado de raíz. Las plantas apestaban el rancho con su podredumbre. Lo que era nuestro hogar quiso seguir a mi esposa hasta la muerte; mis críos no se quedaron atrás.
Tres camas dispuestas a ser tumbas se convirtieron en las jaulas de los blanquecinos cuerpos. Aquella fuerza y espíritu que les sirvió para labrar el campo ya no tenía mayor uso que el de transformar agua a orines de tonos oscuros y fétido olor. Cualquier otro tipo de alimento era rechazado enseguida por sus débiles estómagos.
La lluvia callaba sus sollozos. Sin embargo cuando ésta mermaba algo más se podía escuchar dentro de la casa: langostas. Sabía que eran cientos, por sus aleteos y crujidos. ¿Se habían pegado al cemento? No veía a ninguna, aun así sabía que estaban ahí, afuera, al acecho. Quizás por la lluvia no se atrevían a entrar.
Llegó el día en que dejó de llover y el sol decidió salir. Por fin pude dejar de lado a mis enfermos, los abandoné a costa de sus quejidos. Salí escoba en mano, para buscarlas. Nada. El cemento y la lámina seguían justo como los había dejado antes de la lluvia. Me rencontré con el silencio, mi familia ya no estaba más conmigo.

Entré a mi casa y vi a los tres cadáveres. Quise acercarme y tocar a mi esposa, despedirme antes de entregarla a la tierra. Al roce de mi mano sobre su mejilla se desvaneció. Su piel se disolvió como azúcar morena sobre la cama. Fue cuando las vi: cientos de langostas negras y rojas. Mi familia se había transformado en el tallo sin relleno de una planta. Fueron devorados desde el interior y sus restos se pudrieron bajo mis ojos sin que lo notara. Corrí fuera del cuarto, mientras la plaga se iba apoderando de todo lo que quedaba. Un enjambre salía por la puerta detrás de mí. Toda mi familia se desvaneció en un aleteo.
Por Axel Plmx 

miércoles, 2 de abril de 2014

Visita Familiar

Mesha Ilaponova llegó en el tren de las nueve a Minsk. El frío nocturno hacía que los rieles sonarán como un cuchillo atravesando el hielo. Mesha nunca había estado tan lejos de San Petersburgo. Pensar en los campos de trigo  la hacía extrañar los grandes salones de baile. El dulce Amaretto que le daba papá. Los abrigos de mamá. La familia es la familia, y les debemos más de lo que crees. Las palabras que le dio de despedida su padre, sonaban dentro de ella al bajar de su vagón. Familia, incluso si se trataba de unos campesinos.
Mesha pasó varias horas esperando en medio de los carriles. No había señal de nadie conocido. Después de haber visto tantos arribos y salidas del andén, incluso entre todos los viajeros, se sentía sola. Olvidada. Sabía que una dama como ella no debía pero… Unos hilillos fríos comenzaron a bajar por su mejilla, empezó a sollozar. Hundió su rostro blanco en su ushanka.
̶  Ya, ya Mesha. Disculparás la tardanza, el cochero se perdió con la tormenta. Toma mi mano, pronto estaremos en casa bebiendo algo caliente. Karlinka ha estado muy emocionada por tu llegada, no querrás que te vea así.
Yuri Ilich Fiedorovich le ofreció su mano sin guante, con la otra tomó la valija. Acercó a Mesha a su pecho para que nadie notara su llanto. Mesha sintió el extraño cuerpo de su primo, los hombres de ciudad pocas veces mostraban ese vigor.  Yuri sopló, evitando que el pelaje del abrigo le tapara la vista. Su prima era una ligera porcelana envuelta para el viaje en más animales de los que se podía distinguir. La jovencita comenzó a tranquilizarse bajo el brazo de su primo.
Después de subir la valija al trineo, Yuri regreso su mirada al andén antes de que se marcharan. Detrás de unos baúles vio a varios carretoneros y a un cargador alrededor del fuego. Hizo un gesto de despedida.
Durante el viaje fue meditando. Quizás si hubiera jugado otra partida de durak, no hubiera perdido sus kopeks. Volteó a ver a Mesha, dormida sobre el trineo. Llevaba horas jugando y no había ganado una sola mano, antes de observar que su prima lo estaba esperando en la estación. No debí dejarla esperar tanto. Tal vez no seas tan molesta como dicen.
Yuri suspiró cuando llegaron a la granja. Entró con la valija de Mesha y la vio saludar. Al ver la cara de las primas al reencontrarse supo que sería un largo invierno, pero su tío les había rogado que la recibieran. Familia es familia.  
Por Axel Plmx

martes, 1 de abril de 2014

Ocho y Diez

Ocho y Diez
Acabo de leer en facebuk que cuando uno no tenga nada más debe de escribir.  He postergado esto demasiado así que hoy, después de pegarle un rato al saco hasta que me sangren los nudillos, lo vuelvo a hacer. Creo todo lo que diga es siempre exagerado pero curiosamente es verdad, es más curioso el hecho de que intente convencerme de ello mismo con lo que escribo, pero me parece necesario por la lastimera esperanza que tengo de que esto llegue a alguien en algún lado de alguna forma y lo pueda leer.

Segundo párrafo. Ahora tengo que decidir que escuchar en línea. Acaban de sacar un nuevo app para los celulares y demás madres que sirve para oír cualquier tipo de música, claro está, con la necesidad de internet. Algo así como youtube para los flojos. Yo, incluso con la prueba “gratis” de esa madre, no me animo a escuchar nada. Quiero oír algo que no sean las teclas de la laptop. Deseo una voz humana, pero no. Sólo hay música e indecisión en mi cabeza. 

Tercer párrafo. Acabo de ver una imagen, bueno un gif, esas cortas secuencias de video que se repiten una y otra vez, son más parecidas a las pequeñas calcomanías que salían en el cereal o en los chocolates kínder, se mueven poco una y otra vez. Me imagino esta evolución como otra cumbre más del final de mi infancia. Se siente raro tener dieciocho años y seguir sin sentir algo de vida.

Cuarto párrafo. Ya empiezo a sonar lastimero, me caga, pero no me puedo descargar con el saco, los nudillos me siguen hirviendo de dolor. Un amigo  me dijo “usa vendas, chavo”, tal vez debería de hacerle caso. Golpear el saco es como golpear a un tronco, a un ser vivo, a un ser duro, a uno mismo. Es una de las pocas cosas que ha evitado que mate a golpes a otros, el saco, las pesas y el box. Sigo sintiendo esa presión, ese deseo de matar a golpes, hoy por primera vez golpee a mi novia, no sé como sentirme. Después le di un mamaso para que dejara de llorar.

Quinto párrafo. Esto ya me va gustando. Pienso en cogerme a una maestra de kínder. Pienso en Winnie Poo. Pienso en la ética de Espinoza. Pienso en malas traducciones. Pienso en la reforma energética. Pienso en ti. Pienso en mil camiones que van transitando alrededor del perro y él se encuentra en el camellón, al lado de un semáforo. No quiere cruzar, no necesita ni tiene qué. Se queda pasmado, esperando a que pasen las ideas. Igual y cuando baje el acelerado tránsito pueda salir y cruzar aquí, a la realidad.

Sexto párrafo. Empiezo a creer que…. No me gusta ese comienzo, ya lo utilicé. Pinches párrafos, parágrafos, no sirven. Las ideas se deberían de hacer en sopa, no en líneas.
Estúpido. Estúpido. Estúpido. Estúpido. Estúpido. Estúpido. Estúpido. Estúpido.

Séptimo párrafo. Aclarado eso, podemos continuar. Me tiemblan los dedos. Ya pues, pues, pues, pues sólo se escucha el motor de la lap. Hasta pienso que escribo mal esto. Como si escribir estuviera bien o mal. Como si mi escritura “algo”. Como si “algo”. ¿Cómo?

Octavo párrafo. Empecé a leer. Leo, Leonardo, leo Leonardo. Esto va para lo absurdo y ese no era el punto, pero realmente nunca tuvo, así que, si las clases de lógica aristotélica no me fallan: ERA ABSURDO DESDE UN PRINCIPIO. Leo un poco sobre un niño, con problemas de agresividad, tendencias suicidas, etc. Hasta yo soy un puto personaje “cliché”. Puto. Puto. Me caga esa palabra. “Cliché” no, porque suena a un escarabajo. Y personaje. Soy todo un personaje, un pinche, eso suena mejor, personaje de un blog de Leonardo. Ni siquiera puedo ser realmente alguien. No, porque soy un personaje.

Noveno párrafo. Esto está próximo a acabarse. Se me calma el pulso y podre volver a echarme otro round con el costal. Extraño a mi padre, mi padre es extraño, el extraño de mi padre. Lo sigo culpando por haberme heredado la depresión. ¿Eso sé hereda? Él no era agresivo, no tenía impulsos reprimidos, ni estaba trastornado. Odio a mi padre. 


Decimo párrafo. Último párrafo, hasta el siguiente round. Éste puede ser tan largo, digo el parágrafo puede ser tan largo como quiera. Infinito. Y aun así lo siento corto. ¿Te puedo pedir un favor? De cualquier manera lo haré. Esto lo estoy robando de algún lado, seguro de alguien mundialmente desconocido, así como yo. Te pediré que imagines un cuento. Por favor imagina el cuento del dieciocho añero que era un boxeador frustrado, al cual le sangraban los nudillos, a ese que no sabía escribir, que caía en el absurdo y que estaba hasta la madre de perder el tiempo enfrente de una pantalla. Sí, como tú. Bueno, empieza por imaginar su odio, a su padre, a su progenitora, a todas las mujeres, a todos los que están leyéndolo, al idiota que sube fotos de su comida en facebuk. Ahora que tienes su odio, imagina que se le resbala, sí así es, cae por sus puños, se va deslizando entre sus dedos y deja una mancha roja sobre las vendas que nunca usó. Lo imaginaste, bien. 
Por Axel Plmx