sábado, 7 de noviembre de 2015

Invierno

Linka ingresa a la cocina con la intención de revisar el perímetro. Al abrir la alacena para aprovisionarse, encuentra un cadáver reposando en el marco de la puerta que cae sobre sus pies. La chica suelta dos tiros antes de advertir que aquello que la sorprendió lleva demasiado tiempo muerto como para representar cualquier tipo de amenaza. Cometió un error de principiantes.
 Mierda. Suspira al ver las marcas de bala en el suelo.
 Hacía dos meses que dejó de tener contacto con algún humano, después de abandonar el territorio Yukón, no se había encontrado con otro merodeador como ella. Las precauciones que antes le eran fundamentales para revisar nuevos terrenos se disolvieron en la seguridad cotidiana y su soledad. El infierno son los otros, se repetía cada vez que la nostalgia hacía el intento de controlar sus acciones. La calma fungía como principal característica de su vida nómada, pero se disolvió con los restos de escarcha que cubrían el cadáver, después de disparar los dos tiros.
Guarda silencio unos segundos, a la expectativa de que su error pase desapercibido. El sonido de las balas rebota en la cocina antes de disiparse. La estepa a su alrededor permanece inmutable. Da un respiro y baja el arma. Calma, calma... La visión de la nieve reflejando los últimos rayos de luz le indica que puede proseguir con su tarea en paz.  Le apunta al cadáver con su rifle y mueve los restos en descomposición con la punta del arma. Pobre tipo. Algunas moscas vuelan de entre las yagas del cadáver. Al revisarlo, Linka imagina que el hombre de mediana edad corrió a la alacena para refugiarse. El hambre no fue lo que lo mató, piensa, después de darle una rápida mirada al resto de la alacena, ahora tumba. Con la boquilla del rifle mueve el torso del cadáver. No tiene marcas. No hay bubones, ni protuberancias que revelen que estuviera infectado antes de morir.
Linka se cubre la cara con su palestina, el frío, por suerte, mantiene a los cadáveres en un estado criogénico, lo que evita que el aroma vicie la habitación. De cualquier forma, después del susto, no quiere cometer más errores, como inhalar algún tóxico. Asegura sus guantes para nieve y se faja el pantalón a las botas, cierra su chamarra y con el rifle al hombro, arrastra los veinte kilos de peso muerto por el suelo de la cocina hasta llegar al jardín trasero de la casa. La actividad la extenúa, su aliento es visible, casi táctil, la rodea, al contemplar el rastro de agua nieve, lodo y sangre que recorre la cocina.
Ahí afuera el viento mece un par de columpios oxidados, el ruido del metal se esparce entre los campers para disolverse en la amplitud del llano. La mayoría de las casas están en iguales o peores condiciones, carcomidas por la dura naturaleza del gran norte blanco. Sobre las casas de un solo piso, se observa la inmensidad esteparia interrumpida, únicamente, por pequeños bancos de nieve que sofocan los pastos amarrillos para dejar ríos de lodo. La bandera de Canadá ondea descolorida y rota, sobre la casa. Linka se calma. Con este frío nadie se asomará a buscarte. Menea la cabeza de forma negativa viendo hacia el suelo, copos de nieve comienzan a dibujarse a sus pies. Levanta la vista y observa el cielo, se aproxima una tormenta de nieve. Al dejar su carga en el jardín se da cuenta de que hay algo extraño, el hombre tiene una herida, un agujero del tamaño de un gusano en la cabeza.
 ̶ Desertor ̶ pronuncia casi por instinto. Los suicidas le dan lástima, el cadáver se puede quedar en la nieve. Ella vuelve a entrar a la casa rifle en mano, no olvida cerrar la puerta con seguro.
La alacena conserva la escena del crimen, una calibre .22 reposa sobre sangre seca en el suelo, al lado de una botella de vodka. Qué conveniente. Linka toma la botella de Vodka y una lata de café que luce entera, lo único que encuentra de comer es un pan mohoso. Hace tiempo que no se atreve a revisar refrigeradores, en definitiva hay algo tóxico. Recoge con un pañuelo la pistola y se asoma al suelo para buscar munición. Sólo hay una que otra mierda de rata y ardilla, las distingue por el color. Encuentra, detrás de varias cajas, un transformador pequeño, junto con la gasolina para iniciarlo, aquí tan al norte, no es conveniente quedarse sin electricidad en medio de una tormenta. Revisa el cargador de la .22, hay otros cuatro tiros. Es un arma popular, piensa mientras decide si cargar con ella o no.
Se instala en la mesa de la cocina, hay varias botellas de cerveza vacías que se conservan en pie, al lado de otras destrozadas, deposita los trastes que le estorban en el fregadero y extiende el mantel.  Coloca de un lado el arma sucia y el trapo, enfrente de ella deja su lámpara de camping conectada al transformador. Usa otra silla para su rifle. En la culata de éste, justo por debajo de la carrillera se lee el grabado en letras doradas sobre la madera rojiza Little Mouse. Las palabras hacen juego con un llavero de reno que cuelga de su mochila. Prepara café en la estufa de gas, usa los cerrillos para encenderla.  
El café le sabe demasiado a vodka, otro sorbo y lo escupirá, pero es de las pocas cosas que la mantienen activa. Café y vodka, para este punto, es un lujo que no se puede encontrar en cualquier casa. A los muertos siempre les sobran el alcohol y las balas. Bebe un poco más y se conecta un audífono que emerge del bolsillo izquierdo de su chamarra. Anochece, la tormenta se instala sobre la casa impidiendo la visión más allá de los campers.  El frío se le cuela por las rajadas de la chamarra, lo deslavado de su ropa hace que el camuflaje verde tipo bosque se vaya transformando en un degradado café más apropiado para el desierto. Sobre su hombro destaca un parche que dice Queen Margaret`s, junto a una pequeña medalla en forma de diana de tiro que reposa por arriba de su pecho. Cuando termina de limpiar el arma, y actualizar en una libreta su inventario de provisiones, extrae de la mochila un par de hojas color amarillo, y comienza a doblarlas por cada esquina.
Su mente divaga a otra época, adolescentes de distintas edades pululan alrededor uniformados con chaquetas de invierno, pantalón gris o falda de patrones escoceses, y gorras con la imagen de un lobo saltando el escudo de Queen Margaret´s. Linka se observa a sí misma, callada, entre sus amigas, doblando pequeñas grullas de papel verde, rosa o morado. Un muchacho castaño y pecoso la observa, cuando sus miradas se cruzan ambos fingen concentrarse en otra cosa. Ella se oculta detrás del origami y él, se tapa la cara con su brazo luciendo una pulsera de cuero con tallados indios, pretende que algo le golpeó la espalda para no ver a la chica. Poco a poco ambos regresan su vista a los ojos del otro, él le sonríe. Linka dejó una grulla a medias por encima de su cabeza. Ella duerme.
La casa sigue como la dejó, sus audífonos suenan lejos de sus oídos, soba su mejilla adormecida por la dureza de la mesa. Sueña, con una gigantesca ave de origami que la transporta por entre la tormenta de nieve, ella se siente libre, feliz, pero algo no está bien, del cielo cae un rayo hiriendo su transporte. El ave cae de los cielos envuelta en llamas, para dirigirse a donde dejó el cadáver, el patio de la casa es su destino. Despierta antes de chocar con la tierra.
 Poco a poco recobra la conciencia, cuando descubre que algo no le resulta familiar. Escucha un sonido extraño, es un chillido prolongado. Ahora que ha mermado la tormenta logra percibirlo. Linka toma su rifle y se cubre, sale de la casa por encima de ésta hay una especie de cuarto. Tonta. Hoy ha cometido demasiados errores, ni siquiera revisó el perímetro por completo. Sube al techo apoyándose en un bote de basura, una vez arriba evita resbalar por culpa de la nieve y avanza con sigilo, el chillido proviene de una puerta metálica mal cerrada. Alza su rifle al advertir que desde dentro se asoma algo de luz, toma posición de tiro, una vez que está frente a la puerta se queda inmóvil. 
Uno… dos… Abre la puerta del cuarto con el rifle y apunta a cada una de las esquinas de éste, no encuentra a nadie. Sólo un foco que cuelga del techo tambaleándose por la brusquedad de la entrada de Linka. Ella se quita la palestina junto con sus goggles para nieve. El cuarto es austero, está diseñado como una pequeña guardería, las paredes están decoradas con patos, gansos y castores, hay una pila de juguetes de peluche en la esquina, varias cobijas y sábanas. En el fondo, oculta del frío reposa una cuna. El mueble capta enseguida la atención de Linka, ella mueve algunas cosas para aproximarse. Dentro de la cuna encuentra un bebé, se ve algo rojo, pero está tranquilo, ni siquiera parece percibir a Linka. Sigue vivo. Lo advierte por el movimiento de sus ojos. Probablemente se hartó de llorar. Linka da otro vistazo a su alrededor, definitivamente están solos. Se asoma a la intemperie, de la tormenta sólo resta una pequeña ventisca que arrastra algo de nieve. El cielo ya está despejado, la noche es cómoda, Linka se quiere asegurar de que nadie venga, y así es, no se ve ninguna luz en las cercanías, ni siquiera en los bordes del llano. Se sienta en el marco de la puerta para meditar su siguiente movimiento, no quiere cometer más errores. Las horas pasan hasta que amanece.
 Al siguiente día ella se retira de la casa, deja detrás de sí dos tumbas, no puede mantenerse en un lugar durante más tiempo, podría ser contagioso.


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