El domingo, mi
familia y yo fuimos a votar. Nuestro municipio instaló la urna a unos cinco
minutos de la casa. Así que después de salir a desayunar decidimos ir caminando
hacia ésta. Fue extraño no moverme en coche con mis padres. Durante el trayecto
las conversaciones políticas no se hicieron esperar. La noche anterior mis
amigos y yo la habíamos dedicado a leer algunas notas sobre los candidatos,
nada interesante surgió de nuestra investigación. La decepción cotidiana apagó
mi espíritu democrático, sin embargo mi padre, mantenía cierto deseo de riña
que expresó durante el trayecto.
Comenzó
por quejarse de los políticos "tibios". Diciendo algo así: "Desde
68 ningún presidente se atreve a hacer nada, si yo soy el presidente y los maestros
no se quieren evaluar, pues mal por ellos, se aguantan o yo hago que se
aguanten", término su argumento chocando la palma de la mano izquierda con
el dorso de la derecha, dando algo parecido a unas nalgadas. Ni mi madre, ni yo
lo intentamos contradecir, continuamos nuestro camino por encima de la
banqueta. Cruzamos por un parque donde unos cuatro perros callejeros dormían. Esos
perros llevan siendo un problema desde hace tiempo, han atacado niños e incluso
a mi madre cuando sale a pasear a Fátima, y, además de que pueden causar un
accidente, se multiplican. Es probable que pronto tengamos más manadas
pululando por ahí. Hasta ahora el municipio no ha hecho nada, y es poco
probable que lo haga en un futuro.
Cuando
los rebasamos yo le dije a mi padre: "Entonces, ¿te estás quejando de los cobardes?".
Mi padre asintió sin dejar de caminar: “De todos los políticos”. A lo que yo respondí: "Y ¿por qué no matamos a
esos perros? Sería muy fácil meter varias pastillas caducas a una salchicha y
aventarles unos pedazos. No sería ilegal, ¿quién se daría cuenta? Además, es,
en tus palabras, necesario".
Mi
jefe se río en un principio y asintió dándome unas palmadas en la espalda.
Cuando le repetí la idea fingió no escucharme. Hasta que le dije; "¿Ves?
No es fácil dejar de ser cobarde". Le toqué un nervio con el comentario. El
alegó que eso no era cierto. Que las acciones tenían consecuencias en la moral,
además de que esos perros no eran su responsabilidad. No estoy seguro de que
eso sea cierto, después de todo, a quienes afectan es a nosotros. Yo terminé
por decir: “mata a un perro un día y te llamaran mataperros toda tu vida".
En
ese momento llegamos a la caseta. De regreso a mi casa los perros seguían ahí.
Yo no saldré a matarlos, no tengo ganas y se me hace algo inhumano. Lo triste
es que alguien debe de hacerlo.
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