Aún recuerdo la
primera vez que vi a alguien transformarse en planta. Mi abuela se convirtió en
algodón. Su bombín blanco fue tomando la forma de una borla y su esbelto cuerpo
se volvió un tallo. Eventos de esa naturaleza son difíciles de olvidar. Una
desgracia y una bendición son estos recuerdos.
El
rancho de mi familia ha sido testigo de nuestra historia. El frío del año nuevo
nos siguió desde la capital, aunque no se puede decir que Izcalli se encuentre
muy lejos del plano agrario. Llegamos a un sitio escondido entre el vasto
campo, los pastores de ovejas y los pequeños matorrales de Guadalajara: la
antigua Hacienda de Santa Cecilia.
No
tuve opción. Terminando algunos cursos prácticos de agricultura, por mi parte;
y algunos otros de veterinaria, por parte de mi esposa, no teníamos cabida en
ningún otro lugar. Sólo nos pudimos acoger en mi herencia: el rancho de mi
abuela.
Decir
hacienda, incluso rancho, es exagerar las cosas cuando uno se refiere a dos
parcelas de unos cuantos metros cuadrados. Donde las únicas construcciones son:
dos cuartos de cemento; una letrina, que ayudó a financiar el gobierno, y una
pileta en desuso. Pero ello junto con un perro, gallos y el marrano, nos eran suficiente
para vivir. Yo no me sentía preocupado
por dejar mi vida de ciudad.
En
el momento no lo notamos; la tierra era
fértil, nuestras manos jóvenes y nuestro espíritu recio, sobre todo, ante el
clima. Sin embargo había algo más en ese lugar, el cielo lo indicaba. Se podía
ver las nubes durante horas y sentir que tan sólo había pasado un segundo; ese
tipo de pensamientos que se te suben a la espalda y te recorren la columna. El paso del tiempo extinguió la risa y las
palabras se fueron convirtiendo en un ligero silbido del viento. Nuestros
corazones se volvieron callados. Dos cadáveres labrando la tierra remplazaron a
lo que antes había sido una pareja en su apogeo.
No
había muchos habitantes. Los más cercanos a la hacienda vivían un poco después
de donde el ojo alcanza a ver. Era fácil distinguir esto. Nos encontrábamos en
un valle donde hasta los montes se ven lejanos como las nubes.
La
tierra se había vuelto el sentido de la vida: el arroz creció al primer año. Los
retoños de los rábanos eran pequeñas esferas revestidas de rojo blanquecino. Las
habas fueron gotas de rocío, que deslizándose de los tallos, se dejaron atrapar
por nosotros. Los hijos de los cafetos salpicaron mi campo, y la papaya se dejó
brotar subiendo al cielo para caer a nuestras manos. Todo surgió de la tierra,
de la misma manera que mi esposa me otorgó dos hijos tan secos como la yesca.
El
tiempo nos abandonó allí. Las estaciones eran lo único en movimiento. Todo estaba
en servicio de la cosecha: la siembra daba sus frutos, el ganado daba sus
crías, los hombres daban su vida al campo y las mujeres desgarraban la suya en
ellos. Nada parece ficticio cuando uno vive en el sopor.
Mi
esposa se volvió otra hortaliza que había que cultivar. Sus crías aprendieron
poco a poco el oficio. Araban el campo, destrozaban yerbas y devoraban todos
los frutos. Parecería prospero, mas todo lo que nos daba la tierra era consumido
por mi familia. Dejamos de cosechar el campo: él nos cosechaba a nosotros.
Las
tormentas de verano anidaron al valle y nos dispusieron al sueño. Mi esposa se
fue marchitando como las rosas en otoño e iba dejando el rastro por el rancho
como pétalos caídos. La hortaliza ya no era recogida, los animales se ahogaron,
las lluvias deslavaron la tierra en vez de nutrirla. Todo era arrancado de
raíz. Las plantas apestaban el rancho con su podredumbre. Lo que era nuestro
hogar quiso seguir a mi esposa hasta la muerte; mis críos no se quedaron atrás.
Tres
camas dispuestas a ser tumbas se convirtieron en las jaulas de los blanquecinos
cuerpos. Aquella fuerza y espíritu que les sirvió para labrar el campo ya no
tenía mayor uso que el de transformar agua a orines de tonos oscuros y fétido
olor. Cualquier otro tipo de alimento era rechazado enseguida por sus débiles estómagos.
La
lluvia callaba sus sollozos. Sin embargo cuando ésta mermaba algo más se podía
escuchar dentro de la casa: langostas. Sabía que eran cientos, por sus aleteos
y crujidos. ¿Se habían pegado al cemento? No veía a ninguna, aun así sabía que
estaban ahí, afuera, al acecho. Quizás por la lluvia no se atrevían a entrar.
Llegó
el día en que dejó de llover y el sol decidió salir. Por fin pude dejar de lado
a mis enfermos, los abandoné a costa de sus quejidos. Salí escoba en mano, para
buscarlas. Nada. El cemento y la lámina seguían justo como los había dejado
antes de la lluvia. Me rencontré con el silencio, mi familia ya no estaba más
conmigo.
Entré
a mi casa y vi a los tres cadáveres. Quise acercarme y tocar a mi esposa,
despedirme antes de entregarla a la tierra. Al roce de mi mano sobre su mejilla
se desvaneció. Su piel se disolvió como azúcar morena sobre la cama. Fue cuando
las vi: cientos de langostas negras y rojas. Mi familia se había transformado
en el tallo sin relleno de una planta. Fueron devorados desde el interior y sus
restos se pudrieron bajo mis ojos sin que lo notara. Corrí fuera del cuarto,
mientras la plaga se iba apoderando de todo lo que quedaba. Un enjambre salía
por la puerta detrás de mí. Toda mi familia se desvaneció en un aleteo.
Por Axel Plmx